JUDITH VEGA
Mérida
ha sido llamada como la ciudad serrana, la de las nieves eternas, la de los
caballeros, la turística de Venezuela, la más limpia y la ciudad estudiantil
del país, pero estos calificativos han quedado en el recuerdo, porque Mérida
agoniza lentamente y con ella sus habitantes.
Innumerables
problemas se ciernen sobre la ciudad capital: falta de agua potable, inseguridad,
basura regada por doquier, escasa comida, altos precios de los productos de
primera necesidad, pocos visitantes, infinidad de negocios cerrados, escaso
transporte público y extensas colas en las estaciones de gasolina, entre otros.
Pero
hay un problema que resalta entre todos: el fantasma del cierre de la
Universidad de Los Andes (ULA), se impone como la espada de Damocles, que pende sobre nuestras cabezas y que en cualquier
momento puede caer sobre nosotros. Es un peligro latente que se vive, se
siente, se respira y se transpira.
No existe un hogar merideño que no tenga entre
sus miembros un universitario, porque como bien lo dijo Mariano Picón Salas, Mérida es una universidad con una ciudad por
dentro. Y esa ciudad, depende, en casi todos los aspectos, del ir y venir
de la casa de estudios superiores.
Hoy,
los universitarios luchan por mejoras salariales, por respeto a las
convenciones colectivas, por una mejor calidad de vida y por los servicios de
salud. Y esto sucede porque desde el gobierno central han desconocido los
beneficios contractuales, envían los recursos semanales para el pago de
profesores, empleados administrativos y personal de apoyo, tanto activos como
jubilados. Es decir, los universitarios semanalmente cobran como jornaleros,
entiéndase trabajadores del campo.
Mientras
tanto, las autoridades universitarias se encuentran de manos atadas por un
presupuesto insuficiente que no permite el pago de servicios básicos como agua,
fluido eléctrico, internet, papel bond, tinta para copiadoras e impresoras,
carpetas y cualquier otro producto básico para el desarrollo de las actividades
administrativas, de docencia y extensión. Esto sin detallar, los gastos que
genera el parque automotor, cuyas unidades ya no recorren calles y avenidas con
trabajadores y estudiantes.
La
universidad muere poco a poco y con ella la ciudad.
La
diáspora se ha llevado profesores, estudiantes y trabajadores. Poco queda de
aquellas aulas repletas de la alegría juvenil, de las áreas verdes
delicadamente cuidadas que refrescaban la vista y la mente, de las bibliotecas
con textos actualizados, laboratorios donde la creatividad, curiosidad e
ingenio hacía de las suyas y renacía la esperanza en cada descubrimiento.
El
problema universitario se extiende hasta los centros asistenciales y
especialmente al Instituto Autónomo Hospital Universitario de Los Andes
(Iahula), lugar en el que se desarrollan estudios de cuarto y quinto nivel en
el área de salud, donde igualmente falta la comida, los insumos y el personal
médico y de enfermería, pero también la ilusión de un nuevo amanecer para
muchos pacientes.
¿Qué hacer?
Esa
es la pregunta de todos los días y que va y viene en la mente de los merideños.
Una
salida es irse a otro país, como lo han hecho muchos. Otra es esperar que las
cosas cambien, aunque no hacemos nada para lograrlo y continuar aguantando,
como reza el dicho popular: Hasta que el
cuerpo aguante, pues hay temor a protestar debido a la cruenta represión de
los organismos de seguridad, no solo en Mérida sino en todo el país.
Una luz al final del túnel
La
Iglesia Católica, distintas ONGs y grupos sociales que se han conformado
libremente, han sido los pilares fundamentales para llevar un mensaje de
confianza a los merideños. Han dado a conocer la cara para una nueva Venezuela,
han sembrado la semilla de la esperanza y la solidaridad y han abierto los
brazos para decir: Tranquilos, de esta
salimos.